Es la calle de la piedad, donde se mezcla el murmullo teológico de los rezos y el abandono de los cristales relucientes del progreso.
Es mi calle, fue mi calle y será mi calle y desde ella subiré hasta el descanso eterno del tiempo retenido.
Mi infancia, como la suya, fue un conglomerados de piedras y adoquines que componían un hermosa alabanza al vuelo rasante de las golondrinas en busca del rojo y despiadado mosquito.
La calle NUESTRA SEÑORA DE LOS SANTOS siempre fue una calle de vírgenes, mosquitos y chiquillos. La personas mayores la recorrían todos los días en busca del rezo y la piedad entregada. Las acémilas subían del campo como en un cuadro de grandes dimensiones en los que se representaba el fuego encarcelado del verano y el vigoroso y lejano de claridades y luces de la primavera.
Por ella ha subido media historia de Alcalá y casi toda la historia de mi vida... los juegos de pelotas con manolito el “CUCO”, gitano fraguero a la antigua, especialistas en arreglar rejas de arados con las que la tierra de Alcalá, abría sus entrañas, para la preñez del otoño y el cambio de puya para la “nenita “ saltarina de nuestros juegos.
Las posadas de los hermanos Márquez, refugio de palabras, vino y mantel verde y rojo de la zuya, para alimento de los animales.
La VIRGEN DE LOS SANTOS, solitaria y abierta siempre a la palabra suplicante del transeúnte, a los vecinos de casas con paredes de luz, a los juegos de niños y al olor tembloroso del pan y los molletes.
Hoy, llevado por el tiempo, sufro la soledad vacía del corazón de un pájaro lejano. El tiempo ya vivido se ha transformado, como todos nosotros en luces solitarias, obedientes, sumisas y exactas. Apenas se oye el suave aleteo de los ángeles infantiles, solo se escucha el texto inconexo del ruido de los coches, una tienda y el bar de ARROYO. Como símbolo quizás de que aún estamos vivos. Sólo nos acompañan... o tal vez sólo nos quede de ella a estas alturas, la pasión y la soledad y el resto de una adolescencia perdida.
Manuel Guerra Martínez, primavera del 2006
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